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24 noviembre 2014 1 24 /11 /noviembre /2014 19:38

En ocasions sento que tot és magnífic, i que m'agradaria dir-me Albert (ben mirat no s'allunya tant del meu nom real).

Sobretot sento aquest irrefrenable desig després d'haver acabat de llegir aquesta breu però magnífica obra mestra,

El extranjero, d' ALBERT CAMUS. 


      

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BIOGRAFIA 


Albert Camus Sintes ( Mondovi, Argelia Francesa, 7 de noviembre de 1913 - Villeblevin, Francia, 4 de enero de 1960) fue un novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista francés nacido en Argelia.

En su variada obra desarrolló un humanismo fundado en la conciencia del absurdo de la condición humana. En 1957, a la edad de 44 años, se le concedió el Premio Nobel de Literatura por «el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy».

 

 

      

SINOPSIS

 

En sus primeras páginas, esta puede parecer una novela simple e absurda. Pero no lo es en absoluto. Como siempre, las grandes obras precisan tiempo, y al cabo de unas ocho o nueve páginas, empiezas a ver su magnitud.

El protagonista, un señor llamado Meursault, está aun afectado por la reciente muerte de su madre, y aun así, comete un acto aparentemente insustancial. Pero pesar de sentirse inocente, jamás se manifestará contra su ajusticiamiento ni mostrará sentimiento alguno de injusticia, arrepentimiento o lástima.

La pasividad y el escepticismo frente a todo y todos recorre el comportamiento del protagonista: un sentido aburrido de la existencia y aún de la propia muerte. El hecho de vivir no significa que la vida tenga sentido alguno, o eso cree nuestro querido Meursault.

 

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FRASES   (crec que acabaré copiant el llibre sencer, perquè és INCREÏBLE)

 

 

"Me despertó un roce. Como había tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció aún más deslumbrante de blancura. Delante de mí no había ni la más mínima sombra, y cada objeto, cada ángulo, todas las curvas, se dibujaban con una pureza que hería los ojos." 

 

" Los veía como no he visto a nadie jamás, y ni un detalle de los rostros o de los trajes se me escapaba. Sin embargo, no los oía y me costaba creer en su realidad. "

 

" Yo no tenía más sueño, pero me sentía fatigado y me dolía la cintura. Ahora me resultaba penoso el silencio de todas esas gentes. Sólo de vez en cuando oía un ruido singular y nopodía comprender qué era. A la larga acabé por adivinar que algunos de los ancianos chupaban el interior de las mejillas y dejaban escapar unos raros chasquidos. Tan absortos estaban en sus pensamientos que ni se daban cuenta. 

Tenía la impresión de que aquella muerta, acostada en medio de ellos, no significaba nada ante sus ojos Pero creo ahora que era una impresión falsa."

 

 

"El día resbalaba sobre el techo de vidrio"

 

"Pero esperé en el patio, debajo de un plátano. Aspiraba el olor de la tierra fresca y no tenía más sueño"

 

 

"Miré el campo a mi alrededor. A través de las líneas de cipreses que aproximaban las colinas al cielo, de aquella  tierra rojiza y verde, de aquellas casas, pocas y bien dibujadas, comprendía a mi madre. La tarde, en esta región, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol desbordante que hacía estremecer el paisaje, lo tornaba inhumano y deprimente."

 

"Yo estaba un poco perdido entre el cielo azul y blanco y la monotonía de aquellos colores, negro viscoso del alquitrán abierto, negro opaco de las ropas, negro lustroso del coche. Todo esto, el sol, el olor del cuero y del  estiércol del coche, el del barniz y el del incienso y la fatiga de una noche de insomnio, me turbaba la mirada y las ideas. "

 

 

"Todo ocurrió en seguida con tanta precipitación, certidumbre y naturalidad, que no recuerdo nada más. Sólo una cosa: a la entrada del pueblo la enfermera delegada me habló. Tenía una voz singular, que no correspondía a su rostro; una voz melodiosa y trémula. Me dijo: «Si uno anda despacio, corre el riesgo de una insolación. Pero si anda demasiado aprisa, transpira y, en la iglesia, pesca un resfriado.»

Tenía razón. No había escapatoria. Todavía retengo algunas imágenes de aquel día: por ejemplo, el rostro de Pérez cuando se nos reunió cerca del pueblo por última vez. Gruesas lágrimas de nerviosidad y de pena le chorreaban por las mejillas. Pero las arrugas no las dejaban caer. Se extendían, se juntaban y formaban un barniz de agua sobre el rostro marchito. "

 

 

"Estuve a punto de decirle que no era mi culpa, pero me detuve porque pensé que ya lo había dicho a mi patrón. Todo esto no significaba nada. De todos modos uno siempre es un poco culpable."

 

 

"El tiempo estaba espléndido y, como bromeando, dejé ir la cabeza hacia atrás y la posé sobre su vientre. No dijo nada y quedé así. Me daba en los ojos todo el cielo, azul y dorado. Bajo la nuca sentía latir suavemente el vientre de María. "

 

"Nos quedamos largo rato sobre la balsa, medio dormidos. Cuando el sol estuvo demasiado fuerte se zambulló y la seguí. La alcancé, pasé la mano alrededor de su cintura y nadamos juntos. Ella reía siempre. "

 

 

"Cuando me desperté, María se había marchado. Me había explicado que tenía que ir a casa de su tía. Pensé que era domingo y me fastidió: no me gusta el domingo. Me di vuelta en la cama, busqué en la almohada el olor a sal que habían dejado allí los cabellos de María, y dormí hasta las diez." 

 

 

 

"Las lámparas de la calle se encendieron bruscamente e hicieron palidecer las primeras estrellas que surgían en la noche. Sentía fatigárseme los ojos mirando las aceras con sucargamento de hombres y de luces. Las lámparas hacían relucir el piso grasiento y, con intervalos regulares, los tranvías volcaban sus reflejos sobre los cabellos brillantes, una sonrisa, o una pulsera de plata."

 

"Poco después, con los tranvías más escasos y la noche ya oscura sobre los árboles y las lámparas, el barrio se vació insensiblemente, hasta que el primer gato atravesó lentamente la calle de nuevo desierta. Pensé entonces que era necesario comer. Me dolía un poco el cuello por haber estado tanto tiempo apoyado en el respaldo de la silla.


Bajé a comprar pan y pastas, cociné y comí de pie. Quise fumar aún un cigarrillo en la ventana, pero sentí un poco de frío. Eché los cristales y, al volverme, vi por el espejo un extremo de la mesa en el que estaban juntos la lámpara de alcohol y unos pedazos de pan. Pensé que, después de todo, era un domingo de menos, que mamá estaba ahora enterrada, que iba a reanudar el trabajo y que, en resumen, nada había cambiado."

Hizo notar que el tiempo pasaba rápidamente, y, en cierto sentido, era verdad. Tenía sueño, pero me costaba levantarme


No ves que la gente está celosa de la felicidad que te doy. Más tarde te darás cuenta de la felicidad que tenías.

 

 Al salir de la pieza cerré la puerta y quedé un momento en el rellano, en la oscuridad. La casa estaba tranquila y de las profundidades de la caja de la escalera subía un soplo oscuro y húmedo. No oía más que los golpes de la sangre zumbándome en los oídos y quedé inmóvil. Pero en la habitación del viejo Salamano el perro gimió sordamente.

 


La deseé mucho porque tenía un lindo vestido a rayas rojas y blancas, y sandalias de cuero. Se adivinaban sus senos firmes, y el tostado del sol le daba un rostro de flor. 

 


 El sol de las cuatro no calentaba demasiado, pero el agua estaba tibia, con pequeñas olas alargadas y perezosas. María me enseñó un juego. Al nadar había que beber en la cresta de las olas, conservar en la boca toda la espuma, y ponerse en seguida de espaldas para proyectarla hacia el cielo. Se formaba entonces un encaje espumoso que se desvanecía en el aire o caía como lluvia tibia sobre la cara. Pero al cabo sentí la boca quemada por la amargura de la sal. María se me acercó entonces y se estrechó contra mí en el agua. Puso su boca contra la mía. Su lengua refrescaba mis labios y rodamos entre las olas durante un momento.

 

 

Ello me permitiría vivir en París y también viajar una parte del año. «Usted es joven y me parece que es una vida que debe de gustarle.» Dije que sí, pero que en el fondo me era indiferente. Me preguntó entonces si no me interesaba un cambio de vida. Respondí que nunca se cambia de vida, que en todo caso todas valían igual y que la mía aquí no me disgustaba en absoluto. Se mostró descontento, me dijo que siempre respondía con evasivas, que no tenía ambición y que eso era desastroso en los negocios.


Volví a mi trabajo. Hubiera preferido no desagradarle, pero no veía razón para cambiar de vida. Pensándolo bien, no me sentía desgraciado. Cuando era estudiante había tenido muchas ambiciones de ese género. Pero cuando debí abandonar los estudios comprendí muy rápidamente que no tenían importancia real.

 

María vino a buscarme por la tarde y me preguntó si quería casarme con ella. Dije que me era indiferente y que podríamos hacerlo si lo quería. Entonces quiso saber si la amaba. Contesté como ya lo había hecho otra vez: que no significaba nada, pero que sin duda no la amaba. «¿Por qué, entonces, casarte conmigo?», dijo. Le expliqué que no tenía ninguna importancia y que si lodeseaba podíamos casarnos. Por otra parte era ella quien lo pedía y yo me contentaba con decir que sí. Observó entonces que el matrimonio era una cosa 

grave.

Respondí: «No.» Calló un momento y me miró en silencio. Luego volvió a hablar. Quería saber simplemente si habría aceptado la misma proposición hecha por otra mujer a la que estuviera ligado de la misma manera. Dije: «Naturalmente.» Se preguntó entonces a sí misma si me quería, y yo, yo no podía saber nada sobre este punto. Tras otro momento de silencio murmuró que yo era extraño, que sin duda me amaba por eso mismo, pero que quizá un día le repugnaría por las mismas razones. Como callara sin tener nada que agregar, me tomó sonriente del brazo y declaró que quería casarse conmigo. 

 

Estábamos cerca de mi casa y le dije adiós. Me miró: «¿No quieres saber qué tengo que hacer?» Quería de veras saberlo, pero no había pensado en ello, y era lo que parecía reprocharme. Se echó a reír ante mi aspecto cohibido y se acercó con todo el cuerpo para ofrecerme la boca. 



 Había comenzado a comer cuando entró una extraña mujercita que me preguntó si podía sentarse a mi mesa. Naturalmente que podía. Tenía gestos bruscos y ojos brillantes en una pequeña cara de manzana. Se quitó la chaqueta, se sentó y consultó febrilmente la lista. 

 


Pero como un perro vive menos que un hombre, habían terminado por ser viejos a la vez.


Todas las tardes y todas las mañanas, desde que el perro tuvo aquella enfermedad de la 

piel, Salamano le ponía una pomada. Pero según él su verdadera enfermedad 

era la vejez, y la vejez no se cura.


 Sonrió levemente y antes de partir me dijo: Espero que los perros no ladren esta noche. Siempre me parece que es el mío.


Bajamos a los arrabales de Argel. La playa no queda lejos de la parada del autobús, pero tuvimos que cruzar una pequeña meseta que domina el mar y que 

baja luego hacia la playa. Estaba cubierta de piedras amarillentas y de asfódelos 

blanquísimos que se destacaban en el azul, ya firme, del cielo. María se entretenía en deshojar las flores, golpeándolas con el bolso de hule. Caminamos 

entre filas de pequeñas casitas de cercos verdes o blancos, algunas hundidas con sus corredores bajo los tamarindos; otras, desnudas en medio de las piedras. 

Desde antes de llegar al borde de la meseta podía verse el mar inmóvil y, más lejos, un cabo soñoliento y macizo en el agua clara. Un ligero ruido de motor se 

elevó hasta nosotros en el aire calmo. Y vimos, muy lejos, un pequeño barco pescador que avanzaba imperceptiblemente por el mar deslumbrante. María 

recogió algunos lirios de roca. Desde la pendiente que bajaba hacia el mar vimos que había ya bañistas en la playa.




Masson quería bañarse, pero su mujer y Raimundo no querían ir. Bajamos los tres y María se arrojó inmediatamente al agua. Masson y yo esperamos un 

poco. Hablaba lentamente y noté que tenía la costumbre de completar todo lo que decía con un «y diré más», incluso cuando, en el fondo, no agregaba nada al 

sentido de la frase. A propósito de María me dijo: «Es deslumbrante, y diré más, encantadora.» No presté más atención a ese tic porque estaba ocupado en gozar 

del bienestar que me producía el sol. La arena comenzaba a calentar bajo los pies. Contuve aún el deseo de entrar en el agua, pero concluí por decir a 

Masson: «¿Vamos?» Me zambullí. El entró en el agua lentamente y se sumergió cuando perdió pie. Nadaba bastante mal, de manera que le dejé para reunirme 

con María. El agua estaba fría y me gustaba nadar. Nos alejamos con María y nos sentimos unidos en nuestros movimientos y en nuestra satisfacción.

Hicimos la plancha mar adentro, y sobre mi rostro, vuelto hacia el cielo, el sol secaba los últimos velos de agua que me corrían hacia la boca. 



En la playa me tendí boca abajo junto a Masson y apoyé la cara en la arena. Le dije: «¡qué agradable!», y él pensaba lo mismo. Poco después vino María. 

Me volví para verla llegar. Estaba completamente viscosa con el agua salada, y sujetaba los cabellos hacia atrás. 

Se tendió lado a lado conmigo y los dos calores de su cuerpo y del sol me adormecieron un poco. María me sacudió y me dijo que Masson había regresado a la casa. Teníamos que almorzar. Me levanté en seguida porque tenía hambre, pero María me dijo que no la había besado desde la mañana. Era cierto y sin embargo habría querido hacerlo. «Ven al agua», me dijo. Corrimos para lanzarnos sobre las primeras olas. Dimos algunas brazadas y ella se pegó contra mí. Sentí sus piernas en torno de las mías y la deseé.



Durante todo este tiempo no hubo otra cosa más que el sol y el silencio con el leve ruido del manantial y las tres notas. 



Raimundo me preguntó: «¿Lo tumbo?» Pensé que si le decía que no, se excitaría y seguramente tiraría. Me limité a decirle: «Todavía no te ha hablado. Sería feo tirar así.» En medio del silencio y del calor se oyó aún el leve ruido del agua y de la flauta. Luego Raimundo dijo: «Entonces voy a insultarlo, y cuando conteste, lo tumbaré.» Le respondí: «Así es. Pero si no saca el cuchillo no puedes tirar.» 

Cuando Raimundo me dio el revólver el sol resbaló encima. Sin embargo, quedamos aún inmóviles como si todo se hubiera vuelto a cerrar en torno de nosotros.

Nos mirábamos sin bajar los ojos y todo se detenía aquí entre el mar, la arena y el sol, el doble silencio de la flauta y del agua. Pensé en ese momento que se podía tirar o no tirar y que lo mismo daba. Pero bruscamente los árabes se deslizaron retrocediendo y desaparecieron detrás de la roca. Raimundo y yo volvimos entonces sobre nuestros pasos. Parecía mejor y habló del autobús de regreso.

Pensé que me bastaba dar media vuelta y todo quedaría concluido. Pero toda una playa vibrante de sol apretábase detrás de mí. Di algunos pasos hacia el manantial. El árabe no se movió. A pesar de todo, estaba todavía bastante lejos. Parecía reírse, quizá por el efecto de las sombras sobre el rostro. Esperé.

El ardor del sol me llegaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor amontonárseme en las cejas. Era el mismo sol del día en que había enterrado a mamá y, como entonces, sobre todo me dolían la frente y todas las venas juntas bajo la piel. Impelido por este ardor que no podía soportar más, hice un movimiento hacia adelante. Sabía que era estúpido, que no iba a librarme del sol desplazándome un paso.

Pero di un paso, un solo paso hacia adelante. Y esta vez, sin levantarse, el árabe sacó el cuchillo y me lo mostró bajo el sol. La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que me alcanzara en la frente. En el mismo instante el sudor amontonado en las cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y espeso. Tenía los ojos ciegos detrás de esta cortina de lágrimas y de sal.

No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente e, indiscutiblemente, la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mí. La espada ardiente me roía las cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces todo vaciló.

El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol.

Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia.


Todos los seres normales, habían, más o menos, deseado la muerte de los que amaban.


Me preguntó si podía decir que aquel día había reprimido mis sentimientos naturales. Dije: "No, porque es falso." Me miró de forma extraña, como si le inspirara un poco de repugnancia.


Me dijo primero que se me describía como persona de carácter taciturno y reconcentrado y quería saber qué pensaba yo. Contesté: "Es que nunca tengo gran cosa que decir. Entonces me callo."

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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